Lo que vino después es historia conocida. El primer papa argentino hizo lío, revolucionó a la Iglesia Católica y se volcó a las periferias del mundo, pero nunca volvió a ver a su querida Buenos Aires.
Francisco tenía un apego muy profundo por la capital argentina. Le gustaba ir y venir por sus barrios, tomar el subte, subirse a los colectivos. Quienes lo conocieron de cerca cuentan que hasta llegó a pedir una vez que no lo trasladaran de “su” ciudad.
El papado incluso lo sorprendió preparando su retiro. Ya tenía reservada una habitación, la número 13 del Hogar Sacerdotal Monseñor Mariano A. Espinosa, en el barrio porteño de Flores. Allí había vivido cuando era vicario.
Pero cuando fue elegido papa todo cambió. Ya no pudo volver. Fue postergando su viaje, primero por sus múltiples labores, viajes y compromisos, y después por recomendación de sus colaboradores más cercanos. Temían que su viaje fuera utilizado políticamente.
“Fue una persona que siempre postergó lo propio. A pesar de que era muy apegado a su familia, nunca pasó las fiestas de fin de año con sus seres queridos. Iba a una parroquia pobre, a ver a un cura enfermo o acompañaba a los más necesitados”, dijo la periodista italiana Francesca Ambrogetti, coautora de los libros El Jesuita y El Pastor, sobre la vida y el pensamiento de Bergoglio.
Ese “postergar lo propio” se profundizó aún más en el Vaticano. Bergoglio ya no era Jorge. Se convirtió en Francisco, un líder espiritual a nivel mundial.
En sus primeros años de pontificado, mantuvo una cordial relación con Cristina Kirchner, con quien había tenido, al igual que con Néstor Kirchner, un duro enfrentamiento cuando era arzobispo de Buenos Aires. Pero sus múltiples compromisos hicieron imposible una visita pastoral a la Argentina.

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